lunes, 11 de abril de 2011

El chocolate del loro


Cuando era pequeño, los veranos eran etapas de hedonismo y regodeo. Nuestra antigua casa en Argoños, bordeada de altos setos, aumentaba esa sensación de independencia con respecto al resto de meses. Un clima y escenario diferentes en los que hacer frente a obligaciones distintas. La búsqueda constante del placer. Gozar era la única forma de escapar de la amenaza del hastío que parecía estar pisándonos los talones.
 
Lo identifico con claridad, tanto en mi hermano Ivan como en mí mismo. Uno de los legados más importantes que nuestros padres mejor han sabido inculcarnos es la capacidad de disfrutar. Se trata de un talento no muy distinto al de un violinista virtuoso. Hay que saber cultivarlo y requiere tanto de constancia como de concentración. Con los años he descubierto que no todos poseen la habilidad de disfrutar. De tomarse un baño caliente a la luz de unas velas sin sentirse culpable o inquieto. De pasar una tarde de lluvia leyendo y apoltronado en una butaca. Creo que la clave está en un chip que nuestros padres hábilmente supieron instalarnos y que alguien con poca imaginación o aficionado a Paulo Coelho denominaría "paz interior". Yo prefiero utilizar términos menos bélicos. Quiero pensar que tanto mi hermano como yo somos muy buenos amigos de nosotros mismos. Nos encanta nuestra propia compañía.
 
Claro que después de la calma siempre llega la tormenta. Especialmente tras una calurosa semana de agosto. La búsqueda del placer es pan comido con buen tiempo. Baños de mar y de sol, comidas copiosas con siesta de postre, frenéticas carreras en bicicleta... La cosa se entorpece en días lluvioso. La lluvia secuestra a uno en su propia casa. Mi familia es muy dada a los rituales obsesivos. Nos ofrece una falsa sensación de predictibilidad y, por tanto, de seguridad. En aquellas tardes lluviosas de verano, invariablemente conducíamos hasta un pueblo del interior de Cantabria a merendar chocolate con picatostes. Un pueblo con rio de apenas caudal y viejos puentes de piedra verdeada por el musgo; con una iglesia que goza de cierto renombre por su peregrinaje sexagenario. Allí nos plantábamos, entre los lugareños, con nuestras katiuskas y nuestra raya a un lado, los veraneantes bilbaínos. Todo me resultaba triste y aburrido. La humedad se te colaba en los huesos. Visitábamos una fábrica de queso de olor nauseabundo. Un auténtico turre ahogado en la densidad del chocolate caliente.
 
En plan regresión freudiana de medio pelo, confieso que tal vez este tipo de experiencias infantiles condicionaron el reflejo que de adulto presento  de zampar chocolate a la mínima que me encuentro un poco pocho. El chocolate es como un viejo amigo en cuya compañía silencio ese pequeño llanto interior. Gracias, Aita y Ama, porque de no haberme instalado el chip del amor propio ¿quién me dice que ahora no sería todo un bulímico de manual? 

1 comentario:

Ira Keil dijo...

Que de cosas bonitas les dices a tus atitas, Quién te tuviera como hijo
Missed you