Marchando otra de chascarrillos infantiles. De pequeño no tenía amigos. Amigos chicos, quiero decir. Me pasaba el día con las niñas. En mi fuero interno, en esa ancestral lucha de géneros que muy a nuestro pesar se establece desde críos, mi lealtad a la causa femenina era indiscutible. Me debía a ellas. Yo era de mi madre, de mi abuela, de la andereño y de Mayra Gómez Kemp.
Recuerdo como una mañana en el recreo dos amigas de clase me utilizaron sin escrúpulos para sonsacarme información del bando contrario. Una de ellas me preguntó si los chicos estábamos al tanto de que alguna llevase sujetador. Querían saber si hablábamos de ello. Negué con la cabeza. No porque los chicos me incluyeran en ese tipo de conversaciones, sino porque yo personalmente lo desconocía. Se miraron y sonrieron al tiempo, complacidas por comprobar la ventaja madurativa que nos llevaban. “Por favor” dijo la más incisiva. “Si se nota mogollón”.
No contentas con el 1 a 0, me preguntaron si creía que alguna niña de clase había empezado a tener el periodo. Volví a negar, escandalizado. No cabía en mi cabeza que un fenómeno capital en el desarrollo evolutivo de una mujer me fuera ocultado. Presumiblemente, conmigo lo compartirían. Yo formaba parte de ellas. Una nueva sonrisa me alertó de mi error.
Para colmo de la crueldad, me hicieron una confesión. En la clase de gimnasia de la semana anterior habíamos sido divididos en grupos de diez y obligados a realizar volteretas por turnos sobre una colchoneta. Siempre que yo realizaba el giro sobre mi cabeza, mis nueve compañeras sonreían nerviosamente. Desconocía el motivo de su hilaridad pero correspondía a su humor con inocencia. ¡Pues no te jode que me cuentan que al hacer la pirueta se me veían los huevecillos por la pernera del pantaloncito! No daba crédito a lo que acababa de escuchar. Me sentí ultrajado. Aquello me parecía indecente. Yo no debía tener órganos genitales para ellas. ¡Asquerosas traidoras sexuadas con sujetador! Fue una amarga lección. Los chicos me resultaban totalmente desconocidos y las chicas empezaban a poner límites infranqueables a mi presencia entre sus filas. ¿Cual era entonces mi maldito "grupo de iguales"?
Tal vez experiencias traumáticas como esta me empujaron a asumir una misión en la vida, igual que les sucede, pero a lo bestia, a los villanos de Batman. A partir de entonces podía proponerme hacer lo impensable por ser querido por todos, ellos y ellas. O tomar la delantera y odiarles en primer lugar. Los años han demostrado que he sido mucho más hábil desarrollando esta segunda opción.
pero... Because?
jueves, 14 de julio de 2011
lunes, 11 de abril de 2011
El chocolate del loro
Cuando era pequeño, los veranos eran etapas de hedonismo y regodeo. Nuestra antigua casa en Argoños, bordeada de altos setos, aumentaba esa sensación de independencia con respecto al resto de meses. Un clima y escenario diferentes en los que hacer frente a obligaciones distintas. La búsqueda constante del placer. Gozar era la única forma de escapar de la amenaza del hastío que parecía estar pisándonos los talones.
Lo identifico con claridad, tanto en mi hermano Ivan como en mí mismo. Uno de los legados más importantes que nuestros padres mejor han sabido inculcarnos es la capacidad de disfrutar. Se trata de un talento no muy distinto al de un violinista virtuoso. Hay que saber cultivarlo y requiere tanto de constancia como de concentración. Con los años he descubierto que no todos poseen la habilidad de disfrutar. De tomarse un baño caliente a la luz de unas velas sin sentirse culpable o inquieto. De pasar una tarde de lluvia leyendo y apoltronado en una butaca. Creo que la clave está en un chip que nuestros padres hábilmente supieron instalarnos y que alguien con poca imaginación o aficionado a Paulo Coelho denominaría "paz interior". Yo prefiero utilizar términos menos bélicos. Quiero pensar que tanto mi hermano como yo somos muy buenos amigos de nosotros mismos. Nos encanta nuestra propia compañía.
Claro que después de la calma siempre llega la tormenta. Especialmente tras una calurosa semana de agosto. La búsqueda del placer es pan comido con buen tiempo. Baños de mar y de sol, comidas copiosas con siesta de postre, frenéticas carreras en bicicleta... La cosa se entorpece en días lluvioso. La lluvia secuestra a uno en su propia casa. Mi familia es muy dada a los rituales obsesivos. Nos ofrece una falsa sensación de predictibilidad y, por tanto, de seguridad. En aquellas tardes lluviosas de verano, invariablemente conducíamos hasta un pueblo del interior de Cantabria a merendar chocolate con picatostes. Un pueblo con rio de apenas caudal y viejos puentes de piedra verdeada por el musgo; con una iglesia que goza de cierto renombre por su peregrinaje sexagenario. Allí nos plantábamos, entre los lugareños, con nuestras katiuskas y nuestra raya a un lado, los veraneantes bilbaínos. Todo me resultaba triste y aburrido. La humedad se te colaba en los huesos. Visitábamos una fábrica de queso de olor nauseabundo. Un auténtico turre ahogado en la densidad del chocolate caliente.
En plan regresión freudiana de medio pelo, confieso que tal vez este tipo de experiencias infantiles condicionaron el reflejo que de adulto presento de zampar chocolate a la mínima que me encuentro un poco pocho. El chocolate es como un viejo amigo en cuya compañía silencio ese pequeño llanto interior. Gracias, Aita y Ama, porque de no haberme instalado el chip del amor propio ¿quién me dice que ahora no sería todo un bulímico de manual?
domingo, 26 de diciembre de 2010
Palos y astillas
¿Puede haber algo más deprimente que sacarse fotos de carné? Claro. Hacer la cola para renovar el DNI. Es la mejor manera de constatar que no somos nadie. Espero que el día del juicio final nos hagan un macro-proceso en plan sumarísimo. Si nos van a pasar revista uno a uno, prefiero declararme culpable y arder eternamente en las llamas del infierno, con tal de ahorrarme el papeleo.
En estas ensoñaciones metafísicas andaba yo el otro día esperando mi turno en las dependencias de la policía nacional, cuando una familia allí presente captó mi atención antropológica. De lo divino a lo humano, ya sabes. Padre y madre intentaban distraer a sus dos hijos varones, de unos cinco y ocho años, con villancicos, juegos de manos y demás carantoñas. La sintonía entre el padre y el hijo mayor era evidente. Se reían a carcajadas y sellaban las transiciones entre juego y juego con abrazos enérgicos. El hijo tocaba la nariz y la barba de su padre con ese asombro, a mitad de camino entre la admiración y el desagrado, que sienten los niños ante los volúmenes y texturas del cuerpo adulto. Movido por un impulso, el hijo besó a sus padre en los labios. Adiós sintonía paterno-filial. El padre, con tono serio, afirmó: “No me gusta que me des besos en los morros. Cuando seas mayor y tengas novia, le darás besos en la boca, pero a los chicos no”. El crío asintió con la cabeza sin perder la sonrisa, pero era evidente que se había abierto una pequeña fisura entre ambos. Inconscientemente, se desasió de sus brazos y fue a refugiarse en los de su madre. El padre no quiso dejar la lección a medias. Repitió el mensaje a su hijo menor.
Vayamos por partes. No me chupo el dedo. Sé que los padres no sólo son los reyes, sino que también son los máximos responsables de inculcarnos lo que es púdico en relación a nuestro género. Son ellos quienes enseñan a un chaval a no llevar falda, o a no retirarse la piel del prepucio sistemáticamente en una reunión social. Lo entiendo y lo comparto. Pero ser testigo involuntario del modo doméstico en el que se perpetúan estas movidas me dejó cierto poso de insatisfacción. En cierto modo, vi como se sacrifica la espontaneidad y la libertad en pos de la adaptación al grupo. No sólo nos aliena ser un número ante la administración pública. Ten hijos para esto, pensé. Por cierto. Feliz Navidad.
sábado, 11 de octubre de 2008
Por los pelos
Ya está. Ya lo tengo. Ya he dado con un tema con el que estoy totalmente a favor. No lo digo con el sarcasmo acostumbrado. Lo digo de corazón. Si hay algo que me produce una satisfacción inmediata es ver un trío compuesto por una rubia, una morena y una pelirroja. Es como la Santísima Trinidad de la coloración capilar. El círculo cerrado, un Todo armónico y heterogéneo. La emoción que me produce es muy parecido al que Amelie Nothomb expone en sus novelas. A ella se lo produce degustar chocolate blanco o nadar como una sirena. Es una sensación de efervescente voluptuosidad, como si me espolvoreasen Peta Zetas en pleno hipotálamo.
Yo creo que su origen es tan remoto como el nacimiento de Jesucristo. Los Reyes Magos fueron los primeros en hacer esta mella cromática en mí. ¿Cómo poder decantarse por uno sólo? ¿El del pelito cano? ¿El pelirrojo o el negrito? Son un conjunto indisoluble y lo saben. Si Baltasar hubiera sido un poco más ambicioso, se habria apoyado en el amplio favoritismo que despierta para emprender su carrera en solitario, como Beyoncé.
En mi infancia tardía la cosa adquirió tintes (nunca mejor dicho) de auténtica obsesión con dos tríos. Uno musical. Bananarama. El otro, cinematográfico. El compuesto por Cher, Michelle Pfeiffer y Susan Sarandon en la imprescindible “Las brujas de Eastwick”. ¿Qué niño inminentemente gay no podía pirrarse por tal derroche de talento Hollywoodiense, estrógenos al galope y matas de pelo alborotadas?
“Las Supernenas” sirvieron a las nuevas generaciones para consolidar el clásico recurso estilístico de asociar personalidades al color del cabello. Moreno iguala a carácter. Rubio equivale a dulzura e inocencia. Pelirrojo es sinónimo de exotismo y de pérfida feminidad. El mayor fracaso de dúos como “Modern Talking” o “Los Pecos” radica en no contar con un tercer miembro pelirrojo. Lo mismo sucede con el estilismo de la primera Monica Naranjo; mitad rubio, mitad moreno. Era demasiado bipolar, no abarcaba la totalidad, la trinidad. Del mismo modo, siempre opiné que en las “Spice Girls” sobraban dos morenas. Incluir la variable de “estrato social-tribu urbana” en el caso de la pija o la de “Hobby” en el de la depor, supuso todo un error de concepción artística.
Esta apuesta por la diversidad tonal no resultó fructífera a “Ole Ole”, en la búsqueda de una sustituta para Marta Sánchez. Después de la primera morena Vicky Larraz y tras el altísimo listón de la rubia platino, decidieron apostar por una cantante pelirroja. Fue elegida entre las miles de aspirantes que gravaron una cassette en sus hogares y la enviaron al apartado de correos correspondiente. El programa matinal de Maria Teresa Campos tuvo el honor de hacer la presentación en sociedad. Fue un descalabro. La ocasión la pintan calva.
Yo creo que su origen es tan remoto como el nacimiento de Jesucristo. Los Reyes Magos fueron los primeros en hacer esta mella cromática en mí. ¿Cómo poder decantarse por uno sólo? ¿El del pelito cano? ¿El pelirrojo o el negrito? Son un conjunto indisoluble y lo saben. Si Baltasar hubiera sido un poco más ambicioso, se habria apoyado en el amplio favoritismo que despierta para emprender su carrera en solitario, como Beyoncé.
En mi infancia tardía la cosa adquirió tintes (nunca mejor dicho) de auténtica obsesión con dos tríos. Uno musical. Bananarama. El otro, cinematográfico. El compuesto por Cher, Michelle Pfeiffer y Susan Sarandon en la imprescindible “Las brujas de Eastwick”. ¿Qué niño inminentemente gay no podía pirrarse por tal derroche de talento Hollywoodiense, estrógenos al galope y matas de pelo alborotadas?
“Las Supernenas” sirvieron a las nuevas generaciones para consolidar el clásico recurso estilístico de asociar personalidades al color del cabello. Moreno iguala a carácter. Rubio equivale a dulzura e inocencia. Pelirrojo es sinónimo de exotismo y de pérfida feminidad. El mayor fracaso de dúos como “Modern Talking” o “Los Pecos” radica en no contar con un tercer miembro pelirrojo. Lo mismo sucede con el estilismo de la primera Monica Naranjo; mitad rubio, mitad moreno. Era demasiado bipolar, no abarcaba la totalidad, la trinidad. Del mismo modo, siempre opiné que en las “Spice Girls” sobraban dos morenas. Incluir la variable de “estrato social-tribu urbana” en el caso de la pija o la de “Hobby” en el de la depor, supuso todo un error de concepción artística.
Esta apuesta por la diversidad tonal no resultó fructífera a “Ole Ole”, en la búsqueda de una sustituta para Marta Sánchez. Después de la primera morena Vicky Larraz y tras el altísimo listón de la rubia platino, decidieron apostar por una cantante pelirroja. Fue elegida entre las miles de aspirantes que gravaron una cassette en sus hogares y la enviaron al apartado de correos correspondiente. El programa matinal de Maria Teresa Campos tuvo el honor de hacer la presentación en sociedad. Fue un descalabro. La ocasión la pintan calva.
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